domingo, 27 de enero de 2008

SEMANARIO 2

El lunes comencé a trabajar con un grupo de gringos beneficiarios de la compañía aseguradora Kaiser de San Francisco, Californa, E.U. Son señores mayores, con quienes se tiene que tener mucha paciencia y hablar fuerte para que te escuchen. Es un curso de dos semanas sobre español médico. Yo no sé de medicina, pero sí de español y de cómo tratar a pacientes hispanos. Son cien minutos seguidos de clase: 11 a 12.40. Noto que tienen ganas de aprender, no sé si por conveniencia monetaria o conveniencia cultural; como sea, ellos se entretienen un ratito, yo me divierto. Ellos pretenden entender la cultura, yo pretendo que me importa. Al final, ellos se dan cuenta que no somos tan diferentes. De que aquí te tienes que cuidar de que no te arrebaten la bolsa en el camión tanto como allá.
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Desde que salí de la carrera no me he encontrado con otros que amen leer tanto como yo. Es deprimente como no sólo rechazan la lectura, sino que expresan un odio a tener que tomar un libro. Una alumna me decía que ella, fuera de los libros de texto que medio leía en educación elemental, sólo ha leído un libro por voluntad propia: "El Código Da Vinci". No quise saber más.
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En mi primer sábado como estudiante de maestría, el profesor nos dejó una tarea un tanto desconcertante. Tenía que tomarme 20 minutos e ir al Expiatorio. El Expiatorio es una de las iglesias más viejas de Guadalajara, y es hermoso. Está sobre Díaz de León, y en su frente hay una plaza enorme, donde es muy agradable sentarse a tomar un café y observar. Es uno de mis lugares favoritos de esta ciudad, así que no me costó nada preparar el plan. Fui el jueves 17 a eso de las 9 y cuarto de la mañana (terminando mi clase de Gramática II en al Anglo). Seguí las instrucciones al pie de la letra. Me paré en la entrada principal y me relajé. Dejé que mi mente se olvidará del ruido de los carros. Estaban haciendo el aseo. Llamó mi atención el hecho de que hay gente que interrumpe su rutina para visitar durante unos minutos la iglesia. Entran, se hincan, dicen alguna oración, se persignan, salen y continúan con su existencia. Aun cuando estuve en escuela católica, y que había una capilla dentro de la misma, no recuerdo que alguna compañera entrara a decir una oración antes de clase. Decíamos una oración en la formación, o bien, ya dentro del salón y dirigidos por una maestra, pero era mero trámite. Y sin embargo, ahí parada no pude evitar pensar que no tenía sentido; me resultaba tan ininteligible como cuando veo que alguien se persigna al pasar frente a una iglesia. Salí de mi desconcierto y continué con mi tarea. A continuación, tenía que asomarme por una de las ventanas laterales para escuchar el canto de los pájaros en los árboles vecinos. Primera problemática: no hay ventanas laterales. Me dije que el profesor había cometido un error. O quizá, eso era lo que él quería que yo pensara. A continuación, caminé a lo largo del pasillo central, sin despegar mis ojos del sagrario. Cuando llegué al frente vino el segundo problema. No entendí. ¿Qué se supone debería pasar? Sentía mi ardilla corriendo a 1000 por hora. ¿De qué trató la clase? ¡Ah, sí! Contemplación. Ok. Así que contemplé. Mi conclusión fue que era impresionante lo que el ser humano es capaz de construir, de inventar, en honor a una divinidad. Caminé por las distintas salas de la iglesia. En una capilla lateral había misa. Me detuve en el patio central y me senté a observar las gárgolas que adornan los altísimos arcos. Por fin me rendí, y un poco decepcionada salí. Seguro que el profesor nos daría una explicación en la próxima clase.
Llegó el sábado 19 y yo estaba un poco impaciente. Tuve que esperar hasta las 2 de la tarde antes de que el profesor introdujera el tema de la visita. Nos pidió opiniones; yo me hundí un poco en la silla esperando que no me cuestionara al respecto y me limité a escuchar a mis compañeros. Hablaron de la arquitectura, de la gente, de la cultura, del espacio, de lo helado que es, del impresionante órgano, del oro, que las ventanas estaban muy altas (yo me preguntaba qué ventanas, hasta que recordé, no son ventanas son vitrales donde se representan imágenes bíblicas, y que con ayuda de la luz del sol, multiplican los colores de las naves internas), etc. Entonces me sentí bien conmigo misma. Nadie recibió una especie de mensaje divino, o alguna revelación cósmica producto de una capacidad de contemplación superior a la mía. Y entonces el profesor habló. Nos explicó lo que debimos haber sentido. "Cuando caminas a lo largo del pasillo central, el sagrario se va elevando y tú te vas sintiendo más y más pequeño. Entiendes lo que pequeño que eres en comparación a Dios." Observé las caras de mis compañeros. Y otra vez volví a sentirme bien conmigo misma. Sin embargo, sembró la semillita de la curiosidad y ahí mismo me propuse regresar e intentarlo una vez más.
El miércoles 23, ante la perspectiva de tres horas libres, me decidí a regresar. Esta vez me tomé mi tiempo. Me senté en la plaza, observé los pichones, a la gente, escuché las campanadas marcando la media, percibí el aroma del pan recién horneado. Entonces me paré en la puerta principal. Volví a voltear a las paredes laterales para comprobar que yo tenía razón, no son ventanas, son vitrales. Había un poco más de gente que la vez anterior. Esta vez algunas personas se atrevían a llegar hasta el frente a hincarse. Y yo comencé mi marcha. Los ojos fijos en el sagrario. Y mientras yo me acercaba, el sagrario iba descendiendo hasta que quedó al nivel de mis ojos. Yo estaba desconcertada. No me sentí pequeña, me sentí al mismo nivel, como si fuéramos iguales. Y la idea, la perspectiva no me parecía tan descabellada. En ese momento, tomé la decisión de no decírselo a mi profesor. ¿Cómo explicarle que lo experimentado fue contrario a lo que él pretendía? Quizá ni siquiera debería comentárselo a otra persona. Y entonces, tomé conciencia de que había alguien a mi lado. Era una viejita que me observaba. Con una sonrisa me preguntó: ¿estás ensayando para tu boda? Yo la observé sin comprender de qué estaba hablando y entonces noté que las veinte personas que pretendían rezar, me observaban fijamente. Yo sonreí medio avergonzada medio divertida y caminé hacia una salida lateral, haciendo esfuerzos sobrehumanos para no soltar la carcajada, con mis orejas calientes y mis cachetes hirviendo. Me senté en una banca de la plaza e intenté por todos los medios que mi risa fuera discreta.
Está de más decir que esto fue lo mejor de mi semana.

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