sábado, 27 de septiembre de 2008

ÉXODO

El aguacero empezó alrededor de las seis y media. Constante durante una hora. El agua rebasó las banquetas. Para cuando partí ya había bajado. Lo suficiente para ver las aceras. Sin embargo, era difícil vadear los ríos encauzados en las calles.
-¿Cómo te vas a ir a tu casa?- preguntó uno de mis alumnos.
-No sé, nadando posiblemente.
Tomé una decisión pronta: cruzar dos avenidas para tomar un taxi. Casi las ocho. Ya no llovía. Los árboles caídos se llevaron cables eléctricos: adiós al alumbrado público. El riesgo valía la pena, al menos en mi mente. Pies y pantorrillas mojadas y un par de zapatos posiblemente arruinados después llegué a mi destino. Esperé quince minutos para que un taxi me prestará su atención. No me fijé en la ancianita que se acercó silenciosamente por mi espalda. Abrí la puerta trasera y se metió bajo mi brazo.
-¿A dónde vas?
-Pablo Neruda- contesté.
-¡Ay no mijita!, yo voy para otro lado. Déjamelo, tengo una hora esperando.
Es tan difícil hacer buenas obras cuando tienes frío, hambre, sueño y sobre todo pies helados. La viejita ni me dio oportunidad de responder, simplemento entró y cerró la puerta. El taxista se me quedó viendo. La gente parada a un par de metros la apoyó.
-¡Pobrecita!
-Una hora ahí parada.
No me la creí ni por un momento. Con quince minutos la parte baja de mis pantalones estaba empapada; ella parecía recién salida de casa. ¡En fin! Cuarenta y cinco minutos después seguía esperando.
Otra decisión ligera: caminar cuatro cuadras a una avenida transversal. Tentar ahí mi suerte. El tráfico iba a vuelta de rueda. Oscuridad. Gente en las esquinas con el mismo objetivo: taxi. Un café para entrar en calor. Quince minutos más. ¡Taxi! ¿Por dónde llegar a casa? Vueltas... calles cerradas... vueltas... Diez de la noche.

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